dimecres, 14 de desembre del 2011

SIEMPRE A MI DERECHA.

Último domingo de Noviembre. 16:15 p.m.

Mis ojos se desviaron hacia la pantalla del móvil. Hice un fugaz repaso por todas aquellas letras que componían el mensaje. Desde la A hasta la Z.
De principio a fin.
De izquierda a derecha.
Leí todo.
Y no leí nada.

Apoyé las manos contra el lavabo. Ese pitido ensordecedor consiguió nublarme la vista y nublarme el sentido. Ese impulso de vomitar. O quizá de abrirme la cabeza contra el cristal. O quizá de apoyarme en la pared fría del aseo y dejarme caer al suelo.

No podría decir el tiempo exacto. Dos, tres minutos. Es una medida imperceptible. Caímos juntas. A la vez.
Las lágrimas y yo. Como si de una coreografía se tratase.

Me temblaban las piernas. Las rodillas crujían. Todavía no sé cómo conseguí levantarme. Supongo que a base de decirme a mí misma: "Arriba. Arriba, joder".
Me detuve frente al espejo con los ojos repletos de algo que no había visto en mis veinte años de vida. No sabía qué era. Pero era la sensación más dura que se puede experimentar. ¿Existe algo más insuperable que el amor?

Cuando amas, aceptas. Y yo acepté. Y sentí.
Y sufrí.
Y sufro.
Y sentí.
Y siento.
Y amé.
Y amo.
Y todo.

Ese pitido ensordecedor. Me hacía estremecerme. Mi mente no respondía. Miraba cada parte de esas cuatro paredes, esperaba encontrar un punto de referencia para no volver a caer. Y ese punto de referencia llegó, de golpe. Duro.
Sentí como si mil cuchillos atravesaran todo el cuerpo. Me fui. Me fui de esas cuatro paredes a un lugar donde ya había estado antes.


Segundo Viernes de Agosto.

Podía oír el eco que conducían aquellas palabras esa mañana de verano. La iglesia parecía más grande al estar casi vacía. En los bancos de la parte delantera, habían unas ancianas que asistían a la misa diariamente. En los bancos traseros estaba yo.
Recuerdo la imagen de unos ojos llorosos; llenos de dolor, de agonía, de tristeza, de anhelo. De una madre llorando por su hijo, por su niño, su pequeño, su vida, su todo.
Traté de respirar hondo y contener las lágrimas que me producía verla. La quería tanto... La quiero tanto. Cómo me fastidiaba esa situación tan dramática. Estaba justo a mis espaldas, la oía mocarse con el pañuelo. Observaba los ventiladores que bailaban de un lado al otro; soltando todo su aire, como si soplaran con fuerza, acariciando once rostros llenos de dolor.

Tú.
Estabas a mi derecha. Siempre a mi derecha. Como todas las noches que dormíamos abrazados. Mi muñeca izquierda, tu muñeca derecha. Juntas, siamesas. Unidas.
Nos comunicábamos con el pulso; ese pulso ardiente y lleno de amor. Un pulso lleno de: "Gracias por estar aqúi. Siempre a mi izquierda, Ángela. Siempre a mi izquierda".


Último domingo de Noviembre. 16:15 p.m.

Siempre a mi derecha. Y a mi derecha no había nada. No había nadie.
No estaba nadie.
No estabas tú.


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